¡A todo cerdo le llega su San Martín!, ¡no hay mal que cien años dure! y como el tacaño nuevo rico Don Cátulo no puede evadir esta inexorable ley, agoniza en su palacete del barrio de Salamanca.
En la habitación contigüa a la ocupada por el moribundo, que apenas tiene ya conocimiento, se hallan reunidos sus parientes más próximos, quienes en su afán desmedido por hacer ostentación de la riqueza de Don Cátulo, y empeñados en dar la razón al viejo y sabio refrán: "a río revuelto ganancia de pescadores", organizan el entierro.
-Yo quiero a todos los de la funeraria vestidos a la "federica". -Dice una de las sobrinas del millonario.
-Lo que de verdad importa es que haya muchas limusinas siguiendo el coche fúnebre. Diez me parecen pocas. -Añade la proxima viuda.
-Sí, en eso tiene razón nuestra tía. El séquito debe de ser soberbio. -Añade un repelente sobrino, excesivamente lisonjero como para no levantar sospechas acerca de su afán pecuniario real.
La conversación llegó a los oídos de Don Cátulo quién, con un débil hilillo de voz exclamó, avariento hasta el postrer instante:
- Dejad, dejad. No quiero más gastos... ¡ya iré a pié!