De joven, Clive Candy es un valiente y atolondrado oficial británico que ha luchado en Sudáfrica contra los ‘boers’, capaz de contraatacar mandando a un camarero con una jarra repleta de cervezas a la par que compromete los intereses diplomáticos de su embajada en un país extranjero, capaz de forjar una amistad insospechada. En definitiva, un adalid de ese Imperio británico que extendió su civilización a lo largo y ancho de todo el planeta. Y sin embargo, en el momento de la verdad, es incapaz de reconocerla.
Ya en el umbral de la vejez, Theo Kretschmar-Schuldorff, huye de la vorágine del nazismo. Él, que se ha batido en duelo con otros hombres, que luchó en la gran contienda que cambiaría el mundo y que tuvo que sufrir la derrota y destrucción de su país, cree no poder ir lo suficientemente lejos. Lo que nunca podía sospechar era que un corto trayecto en coche de vuelta a casa pudiera llevarle tan lejos.
Si bien es cierto que la película destila un inevitable aroma británico, y que en ciertos momentos utiliza líneas del guión para hacer referencia a motivos coyunturales (la Inglaterra a la expectativa de principios de la II Gran Guerra), el valor de ésta no se resiente lo más mínimo. Narra la historia de un hombre que consigue ser fiel a sí mismo (esa magnífica y sobria escena final), de la soledad ante los momentos más importantes de la vida de un hombre, y de cómo el encuentro ante ella es el más misterioso e inexplicable de todos ellos.
La película elogia la amistad y sus trasnacionalidad, el juego limpio, el esfuerzo de guerra y la adaptación al cambio.
Entre ellas, una que se convirtió en asunto de Estado inglés durante plena Segunda Guerra por su personaje protagónico: un coronel inglés capaz de entablar amistad íntima con uno alemán. Película tanto menos vista que mentada a lo largo de las décadas por haber perturbado a Winston Churchill, La vida y muerte del Coronel Blimp se originó de una manera tal que solo podía ser una provocación para el establishment británico: con la adaptación de una historieta, de una tira cómica, de una serie de caricaturas de David Low.
Tal fue la fuente para el retrato del veterano del ejército británico Clive Wynne-Candy, en plena Segunda Guerra. The Life and Death of Colonel Blimp fue estrenada en 1943, y sus directores Michael Powell y Emeric Pressburger (que a lo largo de más de cuarenta años de amistad y sociedad creativa realizaron varias obras maestras sabían que estaban tratando con artillería pesada. La historieta de David Low, un autor de parodias políticas que llevaba largo tiempo publicando a su Colonel Blimp en el Evening Standard, tenía una mirada paródica sobre los sectores más conservadores de la sociedad y sobre las instituciones en general; un espíritu de esos que las autoridades nacionales miraban con desconfianza en épocas críticas como las que estaba atravesando el país. Low definía a su caricaturesco personaje como “un símbolo de la estupidez, teniendo en cuenta que la gente estúpida es bastante simpática”. Powell y Pressburger escribieron un guión que narraba cuarenta años en la vida de este personaje, desde la guerra de los Boers hasta la segunda contienda mundial; y su amistad con un militar alemán, el teniente Theodore Kretschmar-Schuldorff (el actor Anton Walbrook), disidente ante la avanzada del nazismo. La sola idea de construir a un germano capaz de despertar una enorme simpatía en el público, justo en ese momento en que todavía se creía que los nazis podían ganar la guerra, constituía toda una afrenta.
El largo lapsus de cuarenta años en el que transcurre –en una estructura cronológica y episódica sábiamente elíptica, mediante flashbacks finamente hilvanados– le permite narrar también el paso de una juventud de pura energía a una vejez no senil pero sí con inequívocos signos de degradación. Y es de eso que trata principalmente la película: de un hombre que se atiene a un rígido pero viejo código de honor, empecinado en mantener los buenos, muy british modales hasta en la guerra, y convencido de que hasta en el fragor de la batalla es necesario respetar la puntualidad con que se ejecuta un ataque sobre el enemigo. Esa misma corrección moral es la que se pone en juego –“algo más de sentido común y malos modales hubieran ahorrado tiempo y vidas humanas”, le espetan–; y la Segunda Guerra termina por decretar el final de toda inocencia para Europa.
The Life and Death of Colonel Blimp no es el film de propaganda patriótica al que Churchill hubiera querido que todos los cineastas se consagraran en aquellos años, y si no lo prohibió fue sencillamente porque no pudo. Lo que sí intentó fue sabotearlo por todos los medios que tuvo a su alcance: primero no permitió licenciar a Laurence Olivier –el primer actor en quien pensaron, antes de acudir a Roger Livesey– que estaba prestando servicio en el ejército; después no les cedió el uso de elementos y locaciones militares; y eventualmente intentó que la Rank, la compañía que producía el film, no lo mostrara fuera del país, y hasta intentó negarles el permiso de exportación necesario para hacerlo. Nada detuvo a Powell y Pressburger, quienes finalmente, según opinan muchos críticos, salieron ganando con Livesey –bajo la opinión de que Olivier lo hubiera caricaturizado demasiado– y que “tomaron prestados” todos los equipos que necesitaron para el rodaje.
Pero la película llegó a EE.UU. tarde y recortadísima –y reeditada y reordenada linealmente–, que es como se la vio hasta su rescate en los años 80. Hoy se la puede apreciar tal como la concibieron sus creadores, con sus 163 minutos completos y esa acidez imparable, que la ubica en un terreno tembloroso, como la obra de dos artistas que no se oponían al “esfuerzo de guerra” pero tampoco estaban dispuestos a parapetarse sin más detrás del jefe. Dos tipos interesados antes que nada en retratar el absurdo de lo que se estaba viviendo. Y, con humor, con gracia, sin pretensiones de grandeza, hablar de la condición humana.
La Inglaterra que celebra Powell es la de una clase muy superior y en la actualidad el film The Life and Death of Colonel Blimp sobrevive tanto por causa de su manifiesto sentido por la elegancia visual como por el calado de su narrativa humanista y su esbozo de las obsesiones típicas de Powell, como el casting de Deborah Kerr -como las tres pelirrojas en la vida de Candy-, y su obsesión por las paredes de los decorados en tonos rojos, así como los filtros rojos, los elegantes travellings lentos laterales y las grúas lentas.
Michael Powell fué asistente de cámara en "Blackmail" de Alfred Hitchcock de 1.929, un film que ha pasado a la historia, entre sus otras muchas cualidades, por haber sido utilizado correctamente el sonido incipiente.
Michael Powell también co-dirigió, junto a Ludwig Berger y Tim Whelan, la maravillosa fantasía "El ladrón de Bagdad" de 1.940, bajo el yugo del productor Alexander Korda; en este film ya puede apreciarse su estilo inconfundible; una marca desarrollada ampliamente cuando funda la productora 'The Archers' junto a su socio alemán Emeric Pressburger, con el que acabará peleándose tras muchas décadas trabajando juntos, en este sentido Vida y muerte del Coronel Blimp, puede verse como una de sus obras más sentidas y personales.
Michael Powell
Emeric Pressburger y Michael Powell.
En 1.960 Michael Powell presenta en solitario una atípica película de terror psicológico "Peepping Tom"; considerada hoy en día como una obra de culto.
Carl Boehm en "Peeping Tom".
El referencial y maravilloso flash-back que abarca cuarenta años en "Vida y Muerte del Coronel Blimp"
No hay comentarios:
Publicar un comentario