CAPÍTULOS

viernes, 9 de abril de 2010

Retrato robot del nuevo rico: "ni pidas a quién pidió, ni sirvas a quién sirvió, ni debas a quién debió". (Sabiduría popular).


 
 ¡A todo cerdo le llega su San Martín!, ¡no hay mal que cien años dure! y como el tacaño nuevo rico Don Cátulo no puede evadir esta inexorable ley, agoniza en su palacete del barrio de Salamanca.
 
 En la habitación contigüa a la ocupada por el moribundo, que apenas tiene ya conocimiento, se hallan reunidos sus parientes más próximos, quienes en su afán desmedido por hacer ostentación de la riqueza de Don Cátulo, y empeñados en dar la razón al viejo y sabio refrán: "a río revuelto ganancia de pescadores", organizan el entierro.   
 
-Yo quiero a todos los de la funeraria vestidos a la "federica". -Dice una de las sobrinas del millonario.
 
-Lo que de verdad importa es que haya muchas limusinas siguiendo el coche fúnebre. Diez me parecen pocas. -Añade la proxima viuda.
 
-Sí, en eso tiene razón nuestra tía. El séquito debe de ser soberbio. -Añade un repelente sobrino, excesivamente lisonjero como para no levantar sospechas acerca de su afán pecuniario real.
 
 La conversación llegó a los oídos de Don Cátulo quién, con un débil hilillo de voz exclamó, avariento hasta el postrer instante:
- Dejad, dejad. No quiero más gastos... ¡ya iré a pié!
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

EL NUEVO RICO




En verano.
Producto del stress, un banquero muy gordo, con un pelucón muy tupido y un gran mostacho,
-un nuevo rico absolutamente asqueroso, tanto física como moralmente-, se comportó como un energúmeno en el apartamento de la costa de un compañero de trabajo, adónde fué a pasar el día con su familia.
Repartió una insultante cantidad de dinero entre sus hijos y el hijo varón de su amigo, -el sexo débil lo despreciaba y a la hija de su compañero no le dió nada-; a los tres chicos también les ofreció sendos puros cubanos y una copa grande de coñac.
- "¡Para que se hagan hombres!; -exclamó entre gargantuescas risas mientras comía de forma epicúrea, bebía como un cosaco y se fumaba uno de sus enormes cigarros puros; todo a la véz.
Su mujer era alcoholica, se agarró una monumental cogorza y no paró de decir paridas hasta que fué interrumpida por un oportuno ataque de hipo latoso.
El hijo menor del banquero replicó de muy mala manera a su madre y su padre le hizo entrega de treinta euros mientras asentía complacido ésa mala acción.
-"¡Sale a mí!"; -afirmó el banquero, complacido y sin rubor-.

Horas antes, en la playa, había dado dinero a los tres chicos por montarle una hamaca; pues el gordo banquero no tenía la menor idea de como se monta una hamaca, solo sabía hacer bolas de nieve con el dinero que distraía del banco.
Mientras aquel gordo banquero dormía a pierna suelta en su hamaca, su asqueroso hijo menor mataba, sin dilación, tres grandes pulpos con su fusil de arpón mientras practicaba submarinismo en las calas.
Este chaval era una auténtica máquina de matar, pues protagonizó un incidente muy desagradable en la playa al apuntar con su fusil de arpón a su madre; a punto estuvo la pobre mujer de ser ensartada por la cabeza, -como aquellos infelices pulpos-, por tratar de quitarle la mortífera arma a su repugnante hijo.
La mujer del banquero se desmayó, el pavor general sacudió toda la playa. El instante fué muy tenso. Finalmente aquel sádico chico bajó el arma; no fué el suyo un ataque de lucidez repentina, pues de eso no tenía nunca.
En realidad se había pensado mejor lo de asesinar a su madre, pues afirmó con gran cinismo:
-"He venido a pescar pulpos, no a matar focas".
El gordo banquero se acercó ráudo hacia dónde estaba el chico; casi se podían oír las mudas ovaciones que todos los presentes tenían en sus mentes, animando a ese padre a abofetear a su espantoso hijo. Ante el estupor general, el banquero acarició a su hijo, estaba satisfecho de él; a continuación, felicitó a su hijo y le entregó sesenta euros como premio. El gordo banquero seguía estando satisfecho cuando, después de lo sucedido, volvió a tumbarse en su hamaca y al minuto ya estaba roncando escandalosamente.

Una véz en casa de su compañero de trabajo, el gordo banquero salió del cuarto de baño con un vestido de su mujer enfundado sobre su grosero cuerpo, y con los calzoncillos en la cabeza; se dirigió furioso a la habitación de invitados y, una véz allí pregunto a grito pelado a su mujer:
-"¡¿Dónde está mi maleta?!"

En otoño.
El director general de la entidad bancaria convocó al gordo banquero a su despacho con la intención de interrogarle.
-"¿Cómo puede usted permitirse mantener tres casas..., -preguntó, con gran curiosidad, el director general del banco-; ...dos coches, viajar tanto al extranjero..., si yo con mi sueldo no puedo ni pensar en tales lujos?"
Hubo una pausa larga e incómoda, especialmente para el gordo banquero, quién al fin suplicó patéticamente a su superior:
-¡Con su magnanimidad, señor director general...!, -decía con un hilillo de débil voz el otrora arrogante y gordo banquero-; ... ¡mi mujer, mis hijos...!"
"Valiente hipócrita es áquel que se vale de su familia para elaborar una socorrida excusa; cuando lo que le preocupa realmente és la conservación de sus mal adquiridos bienes materiales";
-pensaba el director general-.
Finalmente el superior del gordo banquero sentenció con una sequedad heladora:
-"¡Yo sólo pienso en el bién de la entidad!"
Y desde áquel día el gordo dejó de ser banquero; más adelante también dejó de estar gordo.